domingo, septiembre 18, 2005

Una burbuja sin sound

“Vivimos en pequeñas islas, cada vez más pequeñas y aisladas”. Esta frase la escuché por primera vez en el colegio, estando en segundo medio. La dijo mi profesor de historia, quien además hacía la clase de educación cívica, después de escuchar a Alejandro decir que en la feria Pinto hay puros ladrones.
El profe Raimundo, como le decíamos de cariño, era un hombre súper tranquilo. Sin embargo, la frase dicha por mi compañero Alejandro lo hizo salir de esa pasividad. Sin ser grosero y recordando que él era un maestro y que no debía dejarse llevar por los dichos de los alumnos, le enrostró el hecho de que sus padres lo habían criado “en una burbuja”, que no conocía el mundo real y que tarde o temprano la vida se encargaría de mostrárselo.

Alejandro se sorprendió, todos nos sorprendimos. Finalmente Raimundo agachó la cabeza y salió de la sala. No regresó sino 15 minutos después, cuando ya habían tocado el timbre para salir a recreo y sólo quedábamos cuatro en la sala.

Ese día, todos nos quedamos pensando en lo que pasó. Lo comentábamos y recordábamos que no era la primera vez que Alejandro sacaba de quicio a un profe. Desde que entramos al colegio que él comenzó a ganarse fama de altanero y soberbio. En una ocasión, la profe jefe designó comisiones para organizar la participación del curso en el aniversario del colegio. Él dijo que no participaba en “pendejadas” y salió de la sala, ignorando a todos.

Alejandro Valenzuela nunca pudo encajar por completo en el curso. De hecho, es con quien menos pude compartir mientras estuve en el colegio. Y eso que había personajes bastante extraños. Sin embargo, sus rarezas se me fueron haciendo comunes e incluso formaron parte de mí. Nos fuimos homogeneizando de a poco. Al final, todos nos identificaban como “los del sound”.

Se podría decir que finalmente se logró un mestizaje. Muchos veníamos de realidades distintas, tanto social, económica e incluso educacionalmente. De hecho, el curso se armó cuando llegamos a las nuevas dependencias del colegio Instituto Claret, a la salida norte de Temuco. Este nuevo edificio estaría destinado exclusivamente a la educación media.

Con mayores espacios, se abrieron las puertas a nuevos alumnos. Llegaron del Centenario, del Inglés George Chaytor, de la Escuela Millaray y yo, de la Nº 12 Vista Verde, junto con dos de Santiago y uno de Concepción. Los que venían de la básica del Claret fueron divididos en nuevos cursos, por lo que sólo algunos quedaron nuevamente de compañeros. Todo esto hacía que el grupo fuera bastante diverso.

Recuerdo esos primeros días de clases. Cuando entre por primera vez a la sala no encontraba con quien sentarme. Miraba alrededor y notaba lo distintos que me parecían algunos. Unos hablaban de grupos musicales que en mi vida había escuchado, otros lo hacían de los conocidos que tenían en este colegio y los de más atrás conversaban de lo bien que le había ido al equipo de Padre las Casas. No encontraba a ningún par.

Finalmente opté por colocarme al lado de unos chicos que, por su forma de vestir, se parecían algo a mí. Los dos de chaqueta y peinaditos, bastante pernos. Yo también lo era (y creo que lo sigo siendo).

Estábamos en una especie de espacio multicultural. Todos sabíamos que ahí estaban “los otros” y que debíamos ser capaces de identificar a “los nuestros”. Se comenzaron a formar los grupos de acuerdo a lo que llaman la “tincada”. En mi caso, como era tímido, callado y ñoño, me junté con los chicos más tranquilos. Suponía que los habladores, esos que siempre buscan ser “centros de mesa”, sólo querrían tenerme para sus bromas si es que me juntaba con ellos.

Pero comenzó a darse algo más. Los grupos que se formaron en un principio se fueron agrandando. Sucede que, por un sistema de educación que el colegio pretendía ejecutar, las mesas no eran como en el común de los establecimientos educacionales. Acá las mesas tenían forma de trapecio, con el fin de juntarlas en grupos de seis y formar un hexágono. La idea era hacer que los chicos aprendieran a interactuar en grupo.

Esto obligó a que los tres que nos juntamos en un principio nos agrupáramos con otros tres más. Así fue que comencé a conocer a Gabriel Moncada, un chico que no hablaba mucho, pero que decía venir de Santiago y gustarle el grupo Metallica. Yo no conocía nada de rock (para que vean lo perno que era), así que eso me parecía rarísimo. Comenzamos a conversar y logramos establecer un punto en común: ambos éramos colocolinos.

Fue así que comenzamos a vivir un pequeño proceso de interculturalidad. Un capitalino de movimientos nerviosos con un temuquense con cero conocimiento “del mundo”, logran establecer un vínculo por medio de un gusto por el fútbol. Pero lo que me permitió unirme a Gabriel, me “distanció” del resto. No podía haber tenido peor suerte: la mayoría del resto de mis compañeros era de la U.

Este detalle hizo que Gabriel, los chicos de chaqueta y yo nos sintiéramos como una minoría. Lo peor era que, entre las mujeres, también había un predominio “azul”. En ese tiempo, el fútbol todavía tenía importancia y era capaz de generar divisiones, a diferencia de hoy, que es menos preponderante. Si me escuchara mi profe de Comunicación intercultural, tal vez diría que el grado de diferenciación cultural que yo tenía era mucho mayor con el resto del curso que con los chicos de mi grupo, claramente. Demás está decir que ellos eran la “cultura dominante”.

El grupo que más se destacaba en el curso era el compuesto por Cristian Lobos, Pablo Gutiérrez y Michael Zamora. Ellos eran los “pelusones”, esos que siempre tiraban la talla y le ponían apodos al resto. A veces parecían matones de pobla. Eso hacía que algunos, guiados por el prejuicio, les tuviéramos respeto.

Poco a poco ese grupo se fue acrecentando. Adolfo Toro, uno de los chicos que estaba conmigo en un principio, se cambió. Finalmente sacó las garras y terminó siendo más pelusón que Lobos y Gutiérrez. Gabriel lo siguió y también se fue ahí, a pesar de su alma colocolina.

En tanto, Rudolf Manríquez, el otro chico de chaqueta, había establecido contacto con Héctor Carrasco, a quien yo ubicaba porque vivía cerca de mi casa. El tópico era otra vez la música. Héctor tocaba bajo y estaba formando un grupo de Grunge, tendencia predilecta de Rudolf. Yo no me iba a quedar solo, así que, aunque no tenía idea de todo eso, me senté con ellos. Ahí conocí a Julio Paredes y Sergio Cordero, dos chicos que estaban con Héctor y que venían de Gorbea, una comuna al sur de Temuco. Los cinco nos sentamos juntos y no nos separamos hasta que salimos del colegio.

Esta rotación de personas hizo que nos empezáramos a conocer un poco más. Gabriel sirvió de nexo para que los dos bandos más grandes del curso se juntaran y se conocieran. Hizo una especie de “lobby”. Así descubrimos que ellos eran fanáticos por la música sound. Héctor y Rudolf se reían de eso, lo consideraban “chano” (rasca). A mí me pareció simpático y a Sergio le fascinó, pues también tenía oculto su gusto por lo tropical.

A los tres meses juntos, surgió algo que nos terminó de unir a casi todos. Otro curso, el primero C, nos desafió a un partido de fútbol. Mejor dicho, por una rencilla, desafiaron a Lobos y Gutiérrez a enfrentarse en las canchas del colegio, once por lado, lo que obligó a éstos a buscar apoyo del resto del curso. En un principio hubo cierta resistencia, pero finalmente formamos el equipo. Jugamos y perdimos, lamentablemente, pero la diferencia fue mínima y por culpa de un penal. Después de eso, nos fuimos a tomar algo para calmar la sed. Ahí terminamos de hacernos amigos todos.

Con las chicas nos empezamos a conocer en los viajes que hacíamos en las micros. Como el colegio quedaba a la salida norte de la ciudad y corría una sola locomoción, nos juntábamos todos arriba de las máquinas.

Después de lo del partido, ya comenzamos a ser identificados. Siempre nos instalábamos en el mismo lugar del patio a molestar a quienes pasaran por ahí. Sí, porque a nosotros también se nos pegaron las malas mañas de Lobos, Gutiérrez, Zamora, Toro y Gabriel Moncada.

Si bien las tendencias musicales y los equipos de fútbol nos diferenciaban, poco a poco aprendimos a vivir con esas diferencias. Lobos tenía algo en común con Héctor: eran líderes en sus respectivos grupos. Los dos lo sabían y eso los hizo acercarse, lo que hizo que nosotros hiciéramos lo mismo. Cada día que pasaba descubríamos nuevas cosas que teníamos en común. Había distinciones, pero el resto del colegio ya nos veía como un solo gran grupo.

Pero lo que más reflejó este mestizaje fue la presentación que hicimos en el primer aniversario del colegio que vivíamos como curso. Había que hacer una presentación artística y a Gutiérrez se le ocurrió hacer un grupo sound.

La idea fue tomando forma. Lobos, Zamora y Sergio la apoyaron de inmediato; Gabriel, Toro, Julio y yo fuimos convencidos a participar de la “performance”. Héctor y Rudolf eran demasiado “grunge” como para participar imitando a un grupo tropical, pero igual se pusieron, uno con su bajo y el otro con pelucas y vestuario. Después de eso, fuimos conocidos por el resto del colegio como el “curso sound”.

Era curioso. Yo nunca me había imaginado que iba a terminar imitando a un baterista de cumbias. Pero al final, creo que nos quedó gustando, a todos. Ya casi nada quedaba de esa segmentación del principio.

El curso se volvió bastante unido, salvo por un detalle: Alejandro Valenzuela. Nunca participó de ninguna actividad, se juntaba la mayoría de las veces con un grupo de mujeres, pues consideraba que el resto nos habíamos dejado llevar por “la chanería".

Siempre existió una inmensa muralla entre este chico y nosotros. En un principio todos éramos distintos, pero la interacción de nuestras mini-culturas nos permitió conocer otras realidades y, en conjunto, formar una nueva. Con Alejandro nunca hubo interacción, era como si no perteneciese al curso. Al final, para nosotros casi no existía. Sólo se hacía notar cuando lanzaba algún comentario poco grato contra Lobos o Gutiérrez. Claramente había aires de clasismo en sus palabras.

Lo curioso es que, si bien muchos de nosotros no veníamos de poblaciones, las palabras de Alejandro nos tocaban a todos. Nuestro contacto con los chicos era tal que era como si nos ofendiera a nosotros también. Lobos y Gutiérrez eran “de los nuestros” ahora.

Cuando Alejandro salía con sus comentarios o gestos de desprecio, nosotros le respondíamos igual. Él ahora era minoría y se lo hacíamos sentir. En realidad, sí hubo interacción, pero esta se remitía a su rechazo con nosotros y viceversa. Si bien la competencia comunicativa en cuanto a lenguaje existía, él nunca se dio el tiempo de conocernos y no dejó tampoco que nosotros lo descubramos.

Con él falló todo. Era más fácil ignorarlo que tratar de hacerlo partícipe de nuestras cosas. Es increíble la distancia que se puede producir en tan solo unos cuantos metros cuadrados.

Ni los profesores podían integrarlo. Hasta que llegó el momento en que el profe Raimundo también, de alguna manera, se dio por vencido y tiró la esponja. “Por Dios, vives en una burbuja. Si parece que todos vivimos en pequeñas islas, una más pequeña y aislada que la otra. Qué pena, realmente”, dijo antes de salir de la sala aguantando algo que parecía un sollozo mezclado con cierta frustración. Cuando salimos a recreo, Alejandro fue el primero en irse. Fue la última vez que lo vimos en el colegio.

Si él se hubiese abierto a conocer al resto, a interactuar con los demás, tal vez la historia sería otra. Además, no habría dicho que la gente de la feria es ladrona. Sabría que la madre de Raimundo trabajó mucho tiempo como verdulera y que gracias a eso pudo educarlo y transformarlo en profesor. Todos lo sabíamos, él nos lo contó una vez. Bueno, casi todos. Claramente Alejandro no escuchó, nunca escuchaba.
Cualquier relación con la realidad es sólo coincidencia... Forzada coincidencia
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados

1 comentario:

Anónimo dijo...

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