martes, agosto 09, 2005

Carreras a la chilena:

En las patas de los caballos

Lo que comenzó como un homenaje terminó siendo una inolvidable experiencia, matizada con apuestas, empanadas, copete y garabatos. Un encuentro cercano con el chileno que nadie reconoce ser, pero que todos llevamos dentro.

El aviso de la radio indicaba que se realizarían carreras a la chilena camino a Labranza. De inmediato se me vino a la mente la imagen de mi abuelo y de lo mucho que le encantaban estas cosas. En más de alguna ocasión tuve la oportunidad de acompañarlo, pero apenas tenía cinco años y poco me acuerdo de eso. Hoy mi abuelo ya no está conmigo, y pensé que asistir a esas carreras sería una forma de recordarlo y de acercarme a él, a pesar de la funesta distancia.

El día estaba lluvioso, lo que le quitaba las ganas de salir a cualquiera. Pero yo no me dejé intimidar por eso, muy a pesar de los regaños y recomendaciones de mi madre, la que insistía en que me quedara al ladito de la estufa.

-Esta lluvia no es nada, ya pasará- dije mientras me iba.
-Yo te quiero ver cuando llegues como pitío. Después es una la que tiene que andar haciéndote remedios- se escuchó cuando cerré la puerta al salir.

Debía tomar la micro que va a Labranza, así que tenía que estar atento a los letreros de éstas para ver cuál era la que me servía. Seguía lloviendo, y el microbús no pasaba nunca, lo que empezaba a mermar mi entusiasmo. Por suerte estaba bajo un paradero relativamente bien techado, lo que me evitó una pulmonía o caer bajo el ya popular virus de la influenza.

Después de un cómodo viaje en una “lujosa” Mercedes Benz carrocería Metalpar del año 78, llegué al lugar. Había un barrial que me hizo recordar las palabras de mi mamá al salir. Mis zapatos eran gruesos y con caña, pero no habían sido sometidos a prueba todavía, por lo que traté de evitar cuanta poza de agua se me cruzaba en el camino. A pesar de esto, pude llegar sin mayores problemas al sector donde ya estaban por largar un par de caballos.

Escuché que alguien gritó algo de las entradas. No sabía si había que pagar o no para ingresar al lugar, pero como nadie me atajó en el acceso, me quedé calladito y me hice el leso. Tenía algo de plata, pero no la iba a ocupar en pagar una entrada. Rato después me di cuenta que era mentira lo de las entradas, así que me quedé más tranquilo. Tal vez era algún curagüilla que se quiso pasar de vivo y cobrar lo que no correspondía.

Un olor que le abría el apetito al que pasara salía de una ramada que estaba cerca de la zona de largada. Ahí estaban vendiendo empanadas, completos y calzones rotos. Al otro lado, el olor era algo diferente. En esa esquina era vino, cerveza, chicha y pisco lo que se vendía. Obviamente, era el área más concurrida del recinto. Los precios no estaban muy caros, así que me fui a mirar la carrera con una empanada en mi mano izquierda y un vaso de vino en la derecha.

Los caballos estaban por largar y comenzaron a aparecer los apostadores. Un tipo de sombrero plomo que estaba al lado mío comenzó a gritar en mi oído y a agitar su mano como las palomitas que venden dulces en Curicó.

-Yo voy con cinco lucas por el bayo- decía mientras mostraba el billete.

El hombre estaba muy seguro de lo que hacía, a tal punto que me invitó a apostar también.

-Y usted amigo, ¿por qué no aprovecha iñor? El bayo va fijo, se lo digo yo.
-No pasa ná. Más rato a lo mejor me entusiasmo- le contesté.
-Bueno, usted verá. Mientras no se le pase la vieja nomás.

Otros hombres se acercaron a “mi amigo”, todos mostrando de lejos su dinero. Cuál de todos le ponía más entre pera y bigote. Me puse a pensar en la América que se harían los patos malos una vez que los viejos se curaran. Por lo mismo, procuré tomar poco, aunque con una empanada en la mano el vaso de vino era justo y necesario. Mientras no sea del “bigoteao”, estamos bien.

Todo estaba listo para la largada de las bestias. Los viejos se agolparon a la orilla de la cancha de carreras, ansiosos por saber si se irían con los bolsillos llenos o con la cola entre las piernas. Los que no apostamos, nos dedicamos a especular sobre cuál caballo sería el ganador. Yo sabía que estas carreras suelen estar más arregladas que las modelos del Kike Morandé, lo que comenté con los que estaban cerca mío.

-Pero, ¿no estará arreglada esta carrera?
-Siempre hay una manito media bruja, pero los brutos apuestan igual. En todo caso, igual uno no sabe cuál es el que está favorecido o no- Me respondió sutilmente uno de los que conversaba conmigo.

La lluvia seguía cayendo. Algunos arrancaban y se refugiaban bajo la ramada, lo que hizo que ésta se llenara y favoreciera las ventas. Pero yo ya me había entusiasmado con lo que ocurriría en la cancha. Además, se formó un agradable “grupo de espectadores” que hacía más ameno el ambiente. A esa gente no la había visto nunca, pero igual conversaban conmigo como si me conocieran de años (a diferencia de otros eventos, en los que nadie se junta con nadie).

La singular cháchara fue interrumpida por el grito de un tipo medio orejón que estaba parado sobre el partidor y que era el encargado de dar la partida.

-Atención, atención. Ya vamos a largar.

Al instante el grupo de apostadores paró la oreja y se acercó aún más a la pista. Los jinetes, por su parte, se veían tranquilos. Daba la impresión que les daba lo mismo ganar o perder, a diferencia de los caballos que llegaban a escarbar de ansiedad. Ante los bramidos provenientes del grupo de los apostadores, los jinetes trataron de ponerle más color al cuento y comenzaron a intimidarse mutuamente.

-Ya vay a ver. Te voy a dejar en vergüenza, hueón-
-Qué me vay a dejar en vergüenza voh, con la cagá de caballo que tení. Parece burro la hueá.

Así siguió el “armonioso” diálogo entre los jinetes, mientras el tipo orejón junto a otro gallo ya estaban por abrir los portones del partidor. Todos estaban atentos, hasta que se escuchó el fuerte sonar de los fierros.

-¡Y nos fuimos, mierda!- gritó como loco uno de los que estaba a mi lado.

Los caballos empezaron a galopar sobre una pista que parecía pantano. Las chispas de barro nos dejaron a todos con la ropa jaspeada y la cara sucia. Pero eso era lo que menos interesaba. Todos teníamos nuestra atención en el correr de los equinos.

En menos de 30 segundos la carrera ya había terminado. Fue como un orgasmo. Gozado, sudado, gritado, pero efímero. Mientras unos pocos saltaban de alegría porque habían ganado, otros no atinaban más que a caminar con la cabeza gacha y los más entonados reclamaban que la carrera estaba arreglada.

-Esta hueá es un fraude- Gritaba el hombre que me invitaba a apostar por el bayo.

No sé si habrá sido lo que llaman “el instinto periodístico” o qué se yo. Lo cierto es que no aguanté el acercarme al personaje y hacerle una de esas típicas preguntas tontas y estúpidas que hacemos a veces los periodistas.

-¿Está enojado por lo de la carrera?
-Claro que sí poh. Estos chuchesumare me tienen emputecido. Siempre hacen la misma hueá- Me contestó “cordialmente” el amigo.

Preferí no seguir preguntando y me fui a la ramada a comerme la última empanada antes de irme, pues parecía un pollo nuevo de lo mojado que estaba. Después supe que mi amigo se agarró a combos con otro tipo. Lamenté no haber podido presenciar la pelea (y no haber podido grabarla), pero el frío y las de pino pudieron más que el morbo.

Una vez terminada mi tercera empanada (y mi segundo vaso de vino) y en vista de que estaba empapado por la lluvia, decidí retirarme. Seguramente después vendrían más carreras, más apuestas y más mochas. Quien sabe, a veces hasta de botellazos se van algunos. Pero se hacía tarde y sólo quedaban los borrachines de siempre. Un espectáculo que ya había tenido la oportunidad de presenciar en otro lado.

La micro demoró algo más que la vez anterior. Conmigo se subieron como cinco personas más (buen negocio para el micrero). Me bajé del simpático microbús y caminé hacia mi casa. Mientras lo hacía, imaginaba lo que diría mi mamá al verme tan mojado. La bienvenida fue la esperada.

-Te dije que no fueras a lesear. Eres igual de porfiado que tu papá.
-Ya, ya. Si igual no me mojé tanto- dije, tratando de minimizar algo que era más que evidente.

Mientras me cambiaba de ropa, pensaba en mi abuelo y en cómo habría sido haber estado ahí con él. Al final me di cuenta que él sí estaba ahí y, quién sabe, podría haber sido cualquiera de los huasitos de los que me mofaba tan burlescamente, incluso el que apostaba por el bayo. Y me di cuenta que yo también había sido uno de ellos, aunque fuera sólo por unas horas. Tal vez sean las raíces, ¡quién sabe! En todo caso, la próxima vez no me quedo sin apostar. Cinco lucas al bayo, ¡y que hueá!
Redactado por Rodrigo Villagrán B.© Derechos Reservados